Me encantan los libros. Regalarlos y
que me los regalen. De siempre, lo que más me gustaba al hacer los preparativos
para un viaje era la visita a la librería para comprar los ejemplares que iba a
leer durante mi estancia fuera, sin importar aquellos que todavía estaban
esperando en casa sin haberlos leído.
En la sala de espera del
aeropuerto o en el propio avión, sentado en el suelo o en un cómodo asiento, en el
momento en el que abría el primer libro sentía que empezaban las vacaciones. Ya
en el destino en cuestión, nada mejor que terminar un día de ajetreo turístico
con cerveza y lectura. De esa forma cayeron Madame Bovary en Londres, Guerra y
Paz en Berlín, etc.. siempre asociando ambos elementos en el que quizá fuese el
mejor momento del día.
Algo que siempre me gustó fue
comprar libros en aquellos sitios que visitaba, y después no quitarles la
etiqueta de la librería. De este modo guardaba un recuerdo mucho mejor que
cualquier Puerta de Brandemburgo o Big Ben en miniatura de los que venden en las
tiendas para turistas. Ya en casa, me gustaba sacar de vez en cuando el libro
de la estantería y recordar dónde y cuándo lo compré, aunque suene un pelín
sentimental.
Pero ahora no estoy de vacaciones. No
porque esté trabajando, que ya me gustaría, sino porque no llevo en la maleta
el billete de vuelta, cosa que no había sucedido hasta ahora. Sin embargo,
procuro que el tema de los libros permanezca inalterable, quizá
inconscientemente asociándolo con las vacaciones, con la diferencia de que el
acompañamiento cervecil ahora es mucho más escaso por aquello del ahorro, pago
de alquileres y viandas, etc.
Sea como fuere, el miércoles fui a
comprar libros por última vez, ya que, aunque estoy haciendo lecturas en alemán
para aprender el idioma, a veces necesita uno sentir que hace las cosas por
puro placer y no por obligación o necesidad. Mis adquisiciones, a un precio
bastante bueno, fueron “Corazón tan blanco” de Javier Marías y “Winter of the
World” de Ken Follett, para seguir practicando también con el inglés.
Habrá que reservar un mínimo, aunque
sea escaso, presupuesto para libros, quizá renunciando a alguna otra cosa. No
creo que llegue al extremo de aquel personaje del que hablaba Walter Benjamin,
que como no podía permitirse comprar libros, los escribía él mismo a partir de
los títulos que veía en el escaparate de la librería.
Quizá pronto escriba una entrada
sobre lo que he leído desde que estoy en Alemania, pero de momento lo dejo
aquí, porque en breves instantes saldré a tumbarme en el césped, o a sentarme
en un banco, acompañado de mi libro, porque hay cosas que nunca cambian.
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