Empiezo a escribir este blog para
describir mis andanzas por Alemania. Soy otro arquitecto más que emigra a
tierras más frías por la escasez de oportunidades y en muchos casos, la escasa
valoración de nuestro trabajo. Es posible que aquí la situación no mejore, pero
es prácticamente imposible que sea peor que en casa, en donde cada vez que nos
juntamos unos pocos arquitectos al final la reunión se acaba pareciendo a un
velatorio. Así podré tener informados a amigos, familiares y cualquiera que se
interese por leer estas palabras de mis chanzas por aquí.
Entrando en materia, después de unos
meses estudiando, poniendo mis cosas en orden y haciendo preparativos, ya estoy
en tierras teutonas, instalado en el Goethe Institut de Göttingen. El viaje en
avión hacia Hannover fue bien, excepto por un par de detalles. El primero fue
que en mi fila de asientos, afortunadamente no en el contiguo al mío, iba una
señora que hubiera podido perfectamente ser clienta de un sanatorio
antituberculoso, y amenizó nuestro viaje con el soniquete de la granja de
pollos que tenía en su garganta. El segundo fue que el avión salió con retraso,
y el comandante, al rato de despegar dijo que llegaríamos a las 19,10 con lo
que yo me quedé tranquilo, a pesar de los 15 minutos de demora, de que me daba
tiempo a coger el tren para Göttingen. Pero luego, para mi sorpresa, la azafata
dijo después que la hora de llegada prevista sería de las 19.45; lo cual,
teniendo en cuenta que mi maleta 9 de cada 10 veces sale la última por la cinta
transportadora, hacía casi imposible que pudiera tomar el tren de las 20.06.
Por eso empecé a sentir un ligero “cabreo” y cuando la susodicha pasó a
ofrecernos unas viandas, le pregunté, diciéndole lo más amablemente que pude:
“oye, antes por el altavoz has dicho una hora de llegada casi 40 minutos más
tarde de la que ha dicho el comandante, y yo tengo que coger un tren después”.
Ella, simpática, todo hay que decirlo, me dijo: “Ay, pues debo haberme
confundido, tú hazle caso al comandante que es el que entiende”. Esas palabras,
obviamente, me dejaron más tranquilo, pero hasta que no me vi en tierra no se me
pasó el susto.
El transbordo y posterior viaje a
Göttingen fueron sencillos y me permitieron comprobar dos cosas: una, que un
nenaco es un nenaco en España y en Alemania, y dos, que aunque lo diga en
alemán, sabes cuando uno de los que he mencionado antes, está diciendo
gilipolleces.
El albergue en el que me hospedé no
estaba mal, exceptuando detalles, como que te cobraban depósito por casi todo, o
el internet sólo funcionaba en las zonas comunes, que por cierto carecían de
enchufes donde conectar los ordenadores. Ah, y que no se me olvide, el papel
higiénico podría rayar el escudo del Capitán América.
El primer día, antes del curso me
desperté muuuuuuy temprano. A las cinco y pico ya era de día y poco más o menos
a las seis de la mañana tenía los ojos abiertos, y a las ocho estaba desayunado
y en la puerta con la mochila. Me dediqué a pasear por todo el casco histórico,
que no es demasiado grande pero está repleto de edificios con techos
inclinadísimos, curiosos de ver. Por lo demás los típicos comercios tipo
H&M o Karstadt ( lo que viene a ser el Corte Inglés alemán ) justo enfrente
del Altes Rathaus ( antiguo ayuntamiento ), etc. Lo que no he visto por aquí es
un Zara, no sé si habrá alguno.
He descubierto que hay muchos bares
típicos de aquí que son un poco estrechos de fachada, pero luego por detrás
tienen un patio posterior muy cuco, un biergarten, con la única pega de que
hace un fresquete al que los españoles no estamos acostumbrados, pero tienen
muy buena pinta. En un sitio de esos descubrí que aquí, o la ley antitabaco es
distinta a la nuestra, o se la pasan por el forro. Conociendo el apego que en
general tienen los alemanes al cumplimiento de las normas, me imagino que será
lo primero.
De momento Göttingen es una ciudad pequeña
y acogedora, en el próximo post hablaré del Instituto Goethe, que será mi casa
durante el mes de junio.
Tchüss!
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